sábado, 3 de abril de 2010

Las novelas no se escriben, se reescriben

[caption id="attachment_512" align="aligncenter" width="258" caption="Gustave Flaubert"][/caption]

Quizás éste es el mayor descubrimiento que un escritor novel debe hacer durante el proceso de aprendizaje de los mecanismos internos de la ficción: las buenas novelas no han sido escritas, sino reescritas. En realidad, las novelas extraordinarias son brillantes tallados por pacientes “reescribidores”.

Comprender el proceso de creación de una novela no es fácil. La dificultad podría compararse a la de tratar de entender como funciona internamente un ordenador a base de observar lo que nos muestra en la pantalla y su respuesta ante el usuario. Una buena novela transmite una sensación de fluidez al leerla: el tiempo avanza en sincronía con nuestro propio tiempo subjetivo de lector; los personajes evolucionan; los acontecimientos se suceden con naturalidad de forma lógica. Existe una causalidad en todos los actos y motivaciones. Las descripciones de lugares y paisajes, las sensaciones que nos evocan, los diálogos de los personajes y sus actos, los sucesos que se relatan, las palabras elegidas en cada momento, el ritmo de las frases, el tono del narrador, las figuras literarias, y un largo etcétera, constituyen un todo entrelazado donde cada parte se relaciona, depende y ha sido concebida en función de las demás, careciendo de sentido o significado pleno por sí sola. Es ingenuo pensar que un novelista puede lograr la conjunción perfecta de todas las piezas de una forma espontánea, que una obra de arte compleja es solamente fruto de la inspiración instantánea.

La dificultad para comprender el proceso de creación de una novela radica precisamente en que, cuando está acabada, el laborioso proceso de creación queda necesariamente oculto. La impresión de fluidez que nos transmite hace pensar que fue escrita de la misma forma, al mismo ritmo que las estamos leyendo. Nada más lejos de la realidad.

Un escritor profesional que trabaja de forma exclusiva en una novela le dedica, de media, entre ocho y diez horas diarias de trabajo. El periodo de tiempo total que tarda en escribirla suele variar entre unos cuantos meses y varios años (dependiendo básicamente de la extensión y de la complejidad de las tramas que desarrolle). Un escritor que dedique jornadas de ocho horas a su trabajo puede tener un primer borrador de su obra en un mes aproximadamente. Un borrador completo significa la redacción de la novela de principio a fin. Si consideramos que a partir de aquí se pueden tardar años hasta que la obra esté completamente finalizada, podemos empezar a hacernos una idea de lo que significa realmente el proceso de escribir una novela.



¡Reescribir no consiste en corregir!

Ese es un error común del aprendiz que da sus primeros pasos: escribimos nuestra novela de un tirón, poniendo todo nuestro empeño, esfuerzo e imaginación, y al finalizar esta primera redacción creemos que ya hemos realizado la labor principal. A continuación pensamos que solo resta la ingrata tarea de corregir los errores de escritura: revisar el texto palabra por palabra, arreglando frases o palabras aisladas, pensando: esto no suena bien, esto es incorrecto; incorporando algún que otro detalle... Este enfoque es totalmente erróneo. Un escritor profesional (entendiendo como profesional alguien que escribe novelas que son publicadas) aborda el proceso de reescritura como una parte más del proceso creativo. La revisión sirve para mejorar globalmente el texto. Afecta a fragmentos extensos de texto, a las ideas principales y a la mismísima estructura. Un escritor profesional tiene objetivos concretos y una imagen clara de cómo quiere que sea la narración. Durante la revisión, compara esa imagen con el texto real y actúa en consecuencia.

Un excelente ejemplo, que aún siendo un tanto extremo, ilustra perfectamente el laborioso proceso de escribir una novela, podemos encontrarlo en la descripción que William Somerset Maugham realiza en su libro 'Diez Grandes Novelas y sus Autores', a cuenta de la forma en que Gustave Flaubert abordó la escritura de Madame Bovary, novela considerada como una de las cimas de la literatura universal. A continuación reproduzco un extracto de dicha descripción:

Unas páginas atrás he observado que Flaubert era consciente de que al ponerse a escribir un libro sobre personas banales corría el riesgo de escribir una obra anodina. Su deseo era crear una obra de arte, y pensaba que sólo podría vencer las dificultades que planteaba el carácter sórdido de su tema y la vulgaridad de sus personajes mediante la belleza del estilo. Ahora bien, no sé si existe el estilista natural nato; Flaubert desde luego no lo era; se ha dicho que sus primeras obras, inéditas mientras vivió, eran pomposas, ampulosas y retóricas. Suele afirmarse que sus cartas ofrecen pocos indicios de que fuera sensible a la elegancia y la distinción de su lengua materna. No creo que eso sea verdad. En su mayoría, las escribía a altas horas de la noche, después de una dura jornada de trabajo, y las despachaba a sus destinatarios sin corregir. Hay palabras mal escritas y a menudo la gramática es incorrecta; recurren al argot y a veces resultan vulgares; pero hay en ellas breves descripciones de escenarios tan reales, tan rítmicas, que no habrían desentonado en Madame Bovary; y cuando se enfurecía, escribía pasajes tan incisivos, tan directos, que no creo que hubiera podido mejorarse con revisión alguna. Se oye el sonido de su voz en las frases cortas y escuetas.

Pero no era así como Flaubert quería escribir un libro. Tenía prejuicios en contra del estilo coloquial y era ciego a sus ventajas. Su aspiración era escribir una prosa lógica, precisa, ágil y variada, rítmica, sonora, musical como la poesía, pero que conservara las cualidades de la prosa. Pensaba que no había dos formas de decir una cosa, sino sólo una, y que la redacción debía ajustarse al pensamiento como un guante a la mano. “Cuando encuentro una asonancia o una repetición en una de mis frases”, decía, “sé que estoy atrapado en una falsedad”. Flaubert defendía la necesidad de evitar la asonancia aunque se tardase una semana en conseguirlo. No se permitía emplear la misma palabra dos veces en la misma página. Se esforzaba por no dejar que el sentido del ritmo que era natural en él, como lo es en todos los escritores, lo obsesionase y se esmeraba en variarlo. Hacía uso de todo su ingenio para combinar las palabras y los sonidos de modo que dieran una impresión de velocidad o languidez, lasitud o intensidad; en una palabra, de cualquier estado que deseara transmitir.

Cuando escribía, Flaubert bosquejaba de manera aproximada lo que deseaba decir, y entonces trabajaba en lo que había escrito, elaborando, recortando, reescribiendo, hasta que conseguía el efecto deseado. Una vez hecho esto, salía a su terraza y leía a voz en grito las palabras que había escrito, convencido de que si no sonaban bien, algo debía estar mal en ellas. En ese caso, volvía sobre el papel y trabajaba hasta quedar satisfecho. [...]

Louis Bouilhet acudía a Croisset los domingos. Flaubert le leía lo que había escrito durante la semana, y Bouilhet le hacía una crítica. Flaubert vociferaba y discutía, pero Bouilhet se mantenía firme y al final Flaubert aceptaba las enmiendas, la eliminación de los episodios superfluos y las metáforas intrascendentes, la corrección de notas discordantes en las que su amigo insistía. No es de extrañar que la novela avanzase a paso de tortuga. En una carta Flaubert escribió: “Todo el lunes y el martes los dediqué a escribir dos líneas”. Eso no quiere decir que sólo escribiera dos líneas en dos días, pues podía haber escrito una docena de páginas; significa que con todo su trabajo sólo lograba escribir dos líneas a su entera satisfacción. Para Flaubert la tensión de la composición era agotadora. Sabemos lo laboriosa que le resultó la tarea de escribir la conocida escena de la feria agrícola de Madame Bovary. Emma y Rodolphe están sentados junto a una ventana en la taberna del pueblo. Ha llegado un representante del prefecto para pronunciar un discurso. Flaubert explicó en una carta a Louise Colet lo que deseaba hacer:

“Tengo que situar juntas en la misma conversación a cinco o seis personas (que hablan), varias más (una de las cuales escucha), el punto donde eso sucede, la impresión del lugar, al tiempo que hago descripciones físicas de personas y cosas, y mostrar en medio de todo ello a un hombre y una mujer que comienzan (por sus gustos parecidos) a sentirse un poco atraídos el uno por la otra”.

No parece que sea difícil hacer eso, y en efecto Flaubert lo hizo a las mil maravillas, pero, aunque sólo son veintisiete páginas, tardó dos meses en escribirlas. Balzac lo habría hecho a su manera, y no con peores resultados, en una semana. Los grandes novelistas, Balzac, Dickens y Tolstói, tenían lo que estamos acostumbrados a llamar inspiración. Sólo en alguna escena aquí y otra allá se advierte que Flaubert la tuviera; para lo demás parece recurrir al trabajo puro y duro, a los consejos y sugerencias de Bouilhet y a su propia capacidad de observación. Eso no significa menospreciar a Madame Bovary, pero es extraño que una obra tan grande se produjese, no como pensamos que se produjeron Papá Goriot o David Copperfield, en el libre flujo de una fantasía exuberante, sino casi por puro raciocinio.

1 comentario:

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